No más silencio inhóspito.
Hay música entre las viñas
que recorre los surcos
donde tímidos brotes,
apuntalados
por un círculo de piedra,
despuntan.
Hay un horizonte donde el corazón
del equilibrista posa su mirada.
No más silencio inhóspito.
Hay música entre las viñas
que recorre los surcos
donde tímidos brotes,
apuntalados
por un círculo de piedra,
despuntan.
Hay un horizonte donde el corazón
del equilibrista posa su mirada.
Quisimos abrir, sin cortar,
los alambres del corazón,
quisimos mover, sin levantar polvo,
los escombros en el alma.
Caricias con las que alicatar
los espacios rugosos,
palabras con las que cubrirlos
de mosaicos azules y malvas.
Se nos olvidó limpiar
antes de acometer la obra.
Y la malla. Para saltar.
¿Qué pasará mañana cuando despierte?
¿Seguirá cantando el gallo?
¿Y tendrá el sol su reflejo en el mar,
aunque los hombres se empeñen
en saquearlo?
¿Y los bebés podrán levantarse
de sus cunas?
¿Qué pasará con el amor?
¿Dejarás que pase por tu vida
o tomarás mi corazón
entre tus manos, y mis labios
podrán decir a los tuyos
que las guerras, la muerte, el miedo
no vencerán?
No hay lobos con los caninos
a medio hacer,
ni corderos que te desgarran
la piel,
no hay señales que obedecer:
por aquí no, por aquí sí,
ni forcejeos con la palabra
para que diga lo que falta,
no hay sueños en la penumbra,
umbrales donde detenerse
para no entrar y salpicar
de oscuridad
una hoja inmaculadamente
blanca.
En la mediana del silencio
penetra una luz redonda
como en el claro de un bosque,
una luz que viene de arriba
e ilumina lo que queda debajo,
un cáliz bien abierto,
un viejo pero olvidado camino
lleno de buenos indicios.
Desde mi balcón
veo a un niño pájaro
que mira la vida
a través de una red.
Le escucho por las mañanas
ululando a un pequeño palo,
que mueve veloz entre sus dedos
enclenques, tiernos.
Parece que nadie le entiende,
parece no querer entender,
parece, sin embargo, no estar solo,
parece que Dios juega con él.
No es necesario dar fuelle
al yo que la posee,
porque tal vez no sea un yo
y tal vez no la posea.
Para darle cobijo has de procurar
un mar en silencio, y aunque
escuches las olas y las corrientes
te despisten,
debes nadar más adentro,
aguzar un oído
que no está pegado al cráneo,
limpiar con mimo el ojo,
estirar cuanto puedas los brazos,
disuelto ya de ti,
fundido ya en el otro.