No enciendas la luz.

Acostumbra tus ojos
a la penumbra,
así podrás ver en la noche,
y entre las sombras
distinguirás mi rostro,
y en el silencio mi palabra
enamorada del hueco
que sigue abriéndose paso
a través de ti.

Como ayer, así mañana.













Ay de aquellos que osan llamarse ángeles,
que apelan a la bondad
como elemento tangible,
como entidad corpórea
que puede palparse en la materia
sin sueño, que juegan y apuestan
en juicios rápidos y objetivos
sin más prueba que subjetivos daños:
los propios, los suyos, de ellos,
que creen volar y miran desde el subsuelo,
el relieve de un hormiguero
al que llaman universo,
y toman la miel de la abeja
sin dar las gracias y, aún más triste,
sin saborearla.
Pero hacen suya una tesis
de la textura, del aroma, del color.
Y después reverencias y humildad y movimiento
de manos...

He encontrado las cenizas de un muerto
dentro de una caracola.
Me pregunto si son las tuyas,
-es extraño el uso del posesivo
referido a esta arena gruesa-
¿tuyas?, ¿de ti?...

El tartamudeo del viento
no sabe, pero el mar responde sin duda:
una contadora de historias
buscó este lugar.

La caja de juanolas


He cogido por equivocación tu bolso de viaje, y hurgo y abro y cierro cremalleras esperando encontrar algo que me huela a ti después de tanto tiempo.
Hasta que en el fondo de un pequeño bolsillo aparece una caja metálica:
rombos negros pegados que se me antojan el mejor manjar que haya comido en años.

La mortaja de un pájaro
en el fondo del mar
con el cordón que lo unía
al cielo
enlazado a una roca
y en lo alto de la montaña
las espinas disecadas
de un fantástico pez.
Se cruzaron en el camino.
Iban a por todas.