Pobre, decías, tiene cara de enfermo. Él sigue vendiendo periódicos en la esquina de siempre. Tú hace quince años que no puedes leerlos.
Estoy en un banquillo sin saber de qué se me acusa. Señalan un corazón de barro sobre la mesa de las pruebas y me preguntan si lo reconozco. Y niego con la cabeza. Traen otro de piedra y después otro de arena. La mesa se llena de corazones negados. No laten. Quietos. Tristes. Ásperos. No los reconozco.
El poeta tiene que borrarse cuando escribe, diluirse hasta casi desaparecer. O encaramarse sobre el lomo del gato que se esconde tras el mueble cuando viene una visita, para ver quién es ese alguien que se mueve distinto, y preguntarse a qué huelen esos dedos que se deslizan sobre el piano, qué agudos trae esa risa, qué quejido emite la madera. O sobre un pájaro o ser su aire atravesado, o mar o espuma, o la botella que arroja huérfana una ola en la orilla, o nada...
II.-
Por eso yo no me engaño, porque distingo tu aroma entre todas las manos, escucho tu sonido en todas las teclas, adivino tu risa curvándose en otros labios, siempre tus pasos me sorprenden al anochecer... y aliento al pájaro para que te cante, y me envuelvo en el aire para susurrarte, y en cada ola un suspiro y en cada botella el mismo mensaje y en la nada... en la nada, amor, veo todo.
La caja se abrió en un lugar de nombre acorde, y salieron seis ciervos a los que el miedo les agrandaba mucho los ojos, un par de conejos que se creían ranas, tres palomas y cuatro yeguas. Ella en pie y con la caja tan abierta los llamaba para que volvieran, para que nadie los viera: a los animales y al amor.
Atenta a la orden de salida entre el doble fieltro del sombrero del prestidigitador y a punto de acabar el número, salta por el hueco cuando advierte
que no es paloma,
sino rana.
Pero antes de llegar al charco dispara un cazador.
Todo se mueve. Se muere.
Reflexivos.
Todo mueve. Muere.
Oscilantes.
En la claridad del silencio
la palabra no oscila.
El amor tampoco.
Nadie me espera detrás del espejo,
atravieso su luz a grandes pasos,
el silencio me llama por mi nombre:
llevo un poeta muerto entre mis brazos.
Amelia Díez Feijoo
En apariencia similar al resto de la gente, pero con códigos distintos. Descifrarlos me condujo a arañar una piedra usando como uñas el aire. Te reconocí en el camino, y dejé de soplar, dejé de rascar, porque finalmente entendí que, a través de ti, la maldita roca comenzaría a sonar. Y ahora sólo busco esa música y ahora no sé dónde quedó la piedra.