Cobarde

En la ribera del sueño
hay un cauce de las palabras
desprovistas de todo ropaje
y disfraz. El empuje del agua
las ha desnudado:
cantos rodados, piedras
nervudas, arena desconchada
que vibra, que habla...

Sí, ya sé que pedí que cosieras
mis labios con un hilo
de lana gruesa, pero corta
a esta cobarde tan sólo las comisuras, 

será suficiente un hueco.
Descoser un susurro. 
Todo antes que esto. 

Tristeza

¿Qué mal hay en al amor
a las flores, a los árboles de hoja
caduca, perenne, a todos los peces?
En los campos, en los bosques
sin reforestar, en el ancho mar...


Con ternura contemplo todo
sin poseer, sin tratar de alcanzar,
están aquí y son cuando yo.

Eso me basta.

Tristeza es querer
y no poder decir que quiero.




Ausencia .

Qué decir de mi boca
si el destinatario de mi lengua
no la puede entrelazar,
degustar mudos los versos
y probar mi saliva sin tinta,
su hambre, su súplica.
Energía malgastada deambular sin ti, 

repunte de muerte, estómago
vacío y triste que se adormece
en soledad.

Leyendo me

Tal vez no sepa escribir un poema
y me lo haya creído un poco
sino, ¿a qué tanto papel
-no ecológico, para más inri-
impreso para cuatro o seis versos?


Escribir para descontracturar,
quizá con eso sea suficiente.

Dinamita negra

Pude mover tus cuartos traseros
con sólo mirarte:
media tonelada
de pura sangre, de sangre herida.
Para que fueras veloz
te hicieron daño
y encabritada vienes a mí
para hacer valer tus derechos
de líder de la manada.
Suelto muy despacio la cuerda,
me arrodillo y frenas
a medio palmo de mi cuerpo.
Guíame,
libre,
ven.
Y me reconoces.




Cuál es...

¿Cuál es la última máscara?
¿Y quién la desenmascara?
¿Es tal vez la muerte el sujeto
encargado de desvelar,
y cuál es el objeto directo,
son los huesos el último disfraz?

Las dudas aprietan tejidos
y los estampan contra una sábana verde.


El miedo, ocho nudillos blancos
que se hunden y retuercen
bajo apáticos fluorescentes
que parpadean sin ganas de alumbrar.

La culpa, el dedo índice
que se incrusta en un ojo.

Y lo perfora.

Amor celeste

Disfrazas tu ternura de sarcasmo,
encoge tu soledad
sus hombros de indiferencia,
pero a mí no me engañas.
Te quitaría la ropa despacio
para que todos vieran
la inmensidad que escondes
junto a las puñaladas.
Y de cada una fabricaría un néctar
compuesto de versos y besos

que amortiguaran a sorbos tu pena.

Desconvoco...

Desconvoco a mis manos,
cambio de ruta a los ojos,
ausento la voluntad,
¿puedo?
escribir fuera de mí,
abstraer la mente,
volcar la ausencia,
derramar el vacío
en las letras
y decir:
veo proyectarse una sombra.
¿Se proyecta?
¿Puede proyectarse la sombra?
¿Quién la dirige?
¿Es la luz quién la elogia?
¿Puede una vivir sin otra?
¿Y la bondad?
¿Existe sin su contrario?
¿Y el amor?
¿Sin el miedo? 
¿Y tú?
Ahora soy un bebé,
veo una nebulosa blanca,
algo sale de mí,
¿o no soy yo? ¿Es ella yo?
¿Cuándo percibo que mi madre no es yo?
¿Qué es yo?
¿Movimiento de dedos?
¿Proyección? 

Poetas

Abrid los ojos, 
balad distinto,
que se os oiga.
Desafinad, asonad, no importa.
Haced juego con vosotros mismos
y si no conocéis vuestro color:


¡descubridlo!

De miedos y prevenciones está el mundo lleno...

Sé que no me causabas dolor con intención. De repente soy la risa congelada del viejo de la estación que ayer regaló un pájaro de papiroflexia a un niño, ante la atenta mirada de la madre que lo tiró en la papelera más próxima.

Y grito desconcertada ante la situación: no es usted, no es el niño que llora por su hermoso pájaro abandonado, ni siquiera es esa madre.

No es usted, señor. No soy yo.

En ese momento el pájaro mueve sus alas, se desempolva la suciedad y suavemente se posa en las manos del niño que deja de llorar.