Sube a mis brazos, 
se convertirán en itsmos,
improvisados puentes
sobre este océano
que cada noche 

nos separa más.  
Encarámate a ellos
como un niño audaz
que sube a la copa 
más alta del árbol. 
Ven, muerde
los cabos y llega...

a pesar de tanto aire,
a pesar de tanto risco,
a pesar de tanto mar.

Levantaré otro pilar
si se seca la montaña,
y si se cae el cielo
le cantaré a otra lluvia.
Y para sus bocas tiernas
recolectaré otros frutos
si los árboles 
aún 
me dejan.

Aquellos días lejanos

donde me dejé quemar el vestido

y corrí desnuda hacia el bosque

y me alimenté con la vista

y me bañé con las aguas del cielo

y me abrigaron los pájaros

y olvidé los conjuros con la música.

Voy a dejar que ardan todos los vestidos,

algo me dice que aquellos días regresan.

La despensa se ha quedado vacía.
Mi cuerpo comenzará a secar
poco a poco sus ramas, y el verde
de las hojas cederá el paso al ocre.
Seguiré deteniéndome en umbrales
pero mis pasos no titubearán más,
el tiempo se desinfla como un globo
al que le ha entrado aire.
Y se aleja haciendo piruetas
hasta caer en picado contra el asfalto.

Lo que se demore en avanzar la sangre bajo la uña hasta que se renueve.
Ese fue el pensamiento mágico-engañoso que me hice hace poco más de un mes, cuando cerré de un portazo la puerta sobre mi dedo.
Esto durará el encierro.
Cada mañana miro mis manos para ver la media luna oscura de mi dedo anular: aún no ha alcanzado su ecuador, el café se nos enfría,
pero la uña caerá.

Buscaré la forma de emborracharme
de libertad, levantaré los brazos
hacia el techo para decir: aquí soy,
y dará comienzo un giro de estrellas.
No me importan estas cuatro paredes
cuando siento latir la sangre
de la amazona, de la hechicera
y descubro los peces azules
bajo la almohada mientras huelo
la sorpresa del mundo, su embriaguez
con la abierta mirada de la chica
que descubre una mancha granate
en sus bragas y duda si contarlo,
o guardar para sí esta cosa extraña
de saber que es la misma y ya es distinta.

El niño de los zapatos mojados,
con brechas en las suelas, simulaba
para que no vieran en el colegio
el frío y la vergüenza de sus pies
y se erguía al salir a la pizarra,
orgulloso de conocer el nombre
de los treinta y tres reyes visigodos.
El niño con la niñera de cofia
pero sin tener acceso al pan blanco,
soñaba con los dedos apretados
para no repetir la vieja historia.
Se convirtió en marido, padre, abuelo,
pero nunca pudo templar sus pies.




Sola en esta noche
silenciosa,
rueda una lágrima
que sólo ve la luna,
tiembla y oscila
antes de caer,
llena,
sobre su pecho
que la acoge.
Hubo pechos
ajenos
donde cayeron otras
lágrimas.
Hoy basta con el suyo,
blanco y rosado
como el cuarzo,
como la luna.
Llegará un momento en el que creas que todo ha terminado. Ese será el principio.
Epícuro.

El polvo lo cubrió todo,
hasta el café sabía 
a diminutas partículas de yeso
y los pensamientos amanecieron 
enterrados bajo toneladas de algún material
poroso y blanco.
Entonces preparé otro café,
molí yo misma el grano
y un aroma a sueño limpio
inundó la cocina.
La lengua se anudó con la raíz. 
Volvió la palabra al vientre del pájaro. 

OTROS


A veces cuando la noche se abre
tomo conciencia
del abismo:
la caída repentina y abrupta
mientras el techo se retuerce
y la gravedad te hunde,
como si una manada de elefantes
decidiera hacer un descanso
entre el esternón y la espalda.
Sin oponer resistencia, inmóvil
siento el hueco tan pesado,
el vacío tan lleno...
Despeñarse sin despegarse.
El suspiro cuando todo ha acabado
es un renacimiento.
Ante mis ojos vuelve a nacer el mundo.
Pero ya son otros los ojos.
Soy otra yo.
Y es otro el mundo.




No quise que fuera
como el día
cuando se duerme
el sueño
y hace su aparición
esta pesadilla
abigarrada.
Quise que soñara
con la corriente
viva del río
aunque le faltara valor
para asomarse a su ribera.
La rabia sale de su celda 
con forma de rayo 
y conjura a la tristeza vestida de mujer 
que contempla su reflejo
en un estanque. 

Se colman las arcas vacías, 
languidecen  las llenas. 

El hombre del parque


Para E.R

Podrás engrasar ahora
todas las bicis de los niños
y vigilar para que ninguno se caiga.
Tendrás mejores vistas del tobogán
y empujarás los columpios más alto
con el impulso de la bondad,
el motor que más lejos lleva.
Cuando vuelvan esos niños,
ya adultos al parque,
sonreirán recordando al hombre
que les enseñó a atarse los cordones,
a escalar por las cuerdas
y a levantarse después de tropezar.