Encalla la palabra que no te dije.
Crece torcida hacia dentro
y duele
como la uña que se encarna
en un tejido sin aire.
Habré de derribar sola los muros.
O remanga también tu chaqueta,
toma otro martillo
y golpea.
¿De qué llanto esta lluvia,
de qué puertas cerradas,
de qué tiempo?
¿De qué “yo” esta voz?
Si la palabra que busco
se esconde,
aunque abra todas las puertas...
¿Tras qué velo agazapada?
Quizá sólo en la blancura final,
la respuesta.
Devolviste el aire a mis manos
y a mis pechos regresó el dulce
amargo, y llovieron en mi pelo
raíces de árboles y flores
que querían retornar al bosque,
trasplantaste en la mueca
abismada de mis labios la sonrisa
y me dije para adentro:
ahora sí, parece que todo está bien.
¿Cuántas tomas de aliento
desde el primer estallido de aire,
cuántas desde el golpe seco
en el glúteo tras atravesar el umbral,
cuántos deslumbramientos?
¿O empiezo tal vez a contar
desde la mirada al espejo
de doble cara en aquel dormitorio
de infancia?
¿Es ahí el temor, es ahí la verdad?
Que no sirva sólo a tus creencias,
existe también el amor sin piel
fabricado únicamente de sueños,
de retazos, de fragmentos.
Puedo oler y sentir la tierra
sin arrodillarme ni clavar las manos
en ella; y puedo alzarme
por encima de los tejados,
de las nubes, de las nítidas
líneas que trazan las ciudades
de este mundo y habitar
en una almazuela de redondos
eternos sin más comida ni bebida
que los que a bien tengan dejarme
tres pájaros azules.
Decir para devenir,
para unificar todas
las máscaras que me conforman:
esta, esa y aquella,
de ayer, de hoy, de mañana.
Y volver; regresar al punto de partida
y oír lo que suena, el latido
que soy.
No en vano las notas necesitan
de armonía para convertirse
en música.
Hay dos palabras,
que escribes y borras,
que gritan y callas.
Y sobre unas silentes líneas
se posan dos larvas
de cuyas glotis alumbran
intermitentes y claras:
amor
mío.