No veía tus manos,
sino el áspero esparto
que recubría tus dedos,
dejaba un ojo abierto en sueños
para saltar al vislumbrar
la sombra de una caperuza,
rogaba al viento rasgar
las pihuelas trenzadas
con hilo de dragón,
tu voz era un silbato
al que desobedecer.
Perdóname, no eras tú,
solo mi mente,
de mi alma,
una cetrera en ciernes.