Manos

Mis manos estaban rotas, ajadas,
parecían las manos de una mujer
que las ha entregado al fuego,
a la cueva de un oso hambriento
a sabiendas de que las perdería,
pero invocando
el milagro del amor
de rodillas fuera de la madriguera.


...


Y hoy parece que la piel
se regenera, mis dedos
se enderezan, tiemblan de nuevo, 
aletean 
por las negras de las dudas 
y se posan finalmente
en las blancas
sostenidas por tu bondad.

Rendición

La cuadratura del círculo solar
es el tiempo.
Si Júpiter quiso que tú
fueras tú,
¿qué puedo hacer yo
al respecto?

Alquimista...

Alquimista de mis sueños,
he de decir adiós.
Perdí el miedo en tus ojos.
Me invitaste a bailar
al borde del umbral.
Y danzamos.
Cayó tu pena.
Nos hicimos transparentes.


Nací en primavera...

Nací en primavera en un año donde los números se voltean para poder amarse. Llovía tanto que no me sacaron en el cochecito a pasear, por el contrario, mi hermana y sus cólicos salían a beber la lluvia, a tocar el viento.
A mí me colocaron en un capazo bajo una ventana del salón durante dos o tres meses- no lo recordaba mi madre con exactitud- y sonreía mirando el vidrio.

“Sólo sonríe y no llora, casi no parpadea, ¿tendrá algún defecto en el lagrimal?” y me llevaron al médico.
Tardé en comenzar a hablar, pero canturreaba mientras pintaba.
Y otra consulta médica. “¿Será esta niña normal?”

Más tarde aprendí.
A llorar.
También a hablar.
Empiezo a creer que busco un poema que me lleve de nuevo ante ese cristal.

Para Amelia

He encontrado un poema perdido
entre los apuntes viejos,
redondas las vocales y algo puntiagudas 

las consonantes.
Los puntos, círculos perfectos
y las comas, tímidas pulgas
recostadas panza arriba.
Trazo las líneas palpando
por encima de la tinta azul,
y de súbito vienen tus manos
a envolver las mías,
y las limpias despacio,
y las besas,
y las curas.
Las letras observan la escena
sonrientes, los neópteros se levantan
de su siesta, los círculos se alzan 

triunfantes y se reorganizan,
y lo gris es verde
y lo mate cobra vida.
Y en la loma reluce a la vista
la casa. Tan nítida.
Y pensar que no la veía...

Quizá quede...

Quizá quede una cuenca
en tu ojo compasivo, nada
que no solucione
un parche pirata de cuero marrón
que te haga recordar
que los cactus no necesitan agua.
O llenar tu jardín de pinchos
enmarcando plataneras
y granadillos. Pero si alguno florece,
feliz lo mecerás en tu regazo
y le podrás cantar una nana
que desdiga para siempre
ese absurdo refrán:
“por la pena entra la peste”.

El agua...

El agua como respuesta, 
el fuego como pregunta.
Y el aire como posibilidad.
Tan abierto, tan lejano
como el silencio
entre dos palabras.

En ese intervalo,
en esa toma de oxígeno,
en ese suspiro

todo el amor.




























Aita

Nos llevabas de la mano
por el Hernio.
Yo portaba tu cámara con reverencia
como quien lleva
el órgano más preciado para un trasplante,
mi hermana los objetivos,
tú los ojos, el trípode y el monte.

De pronto un enorme jabalí
en medio del camino,
nos dices que retrocedamos despacio,
mientras le haces frente cuando se acerca.
Se va.

Aún eras grande.

Déjame...

Déjame
morder tu aire,
embeberme de él.
Ya no me basta el mío,
no es suficiente, amor.
No existe connivencia
de mis pulmones,
se cruzan de brazos
en huelga y no quieren colaborar.
Aspirar tu tierra,
la que tú eres.
Permite que me clave
en ti, no como estaca
ni como puñal,
clavarme en ti como recuerdo,
como ausente presencia,
como ardor de brisa,
ser caricia de mil manos
que te saben,
todas aquellas que la memoria
recuerda, que te conocen
de antes,
de tan antes...
todas las manos que fuimos,
las que seremos.

Transige, concede, autorízame
                                               amor.

Mi falda

No puede darse más de sí
aunque quisiera.
Y a veces se enreda
cuando siento que algo, alguien,
la pisa, me detiene.
Trato con sumo cuidado
de tirar del tejido
para que no adviertas
que no puedo avanzar.

Quizá sería mejor hacerla trapos,
-qué sé yo- vestidos para la muñeca.
O envolver con este
pedazo de tela las tristes almas
que amó, que hundieron en mí un día
su huella,
para que sepan que mientras siga caminando,
no admito sobre mi piel
tejidos de sudarios.




¿Y si...?

¿Y si nos eligen
y saben dónde
y con quién?
¿Y si nada es casual?
¿Y si piden permiso?
¿Y si sueñan los sueños
que soñamos?

Mi voz apenas se escucha, 
pero a ti te llamaba 
a gritos.




Con qué esmero...

Con que esmero cuidabas tus plantas:
su posición para recibir al sol,
el agua que precisaban,
las caricias a los pétalos de una triste flor...
Y a mí como a un pulgón
de alguno de tus rododendros
me enviabas al cuarto oscuro,
no sin antes vendar mis ojos
y atar mis manos.

Y tanteaba allá adentro:
cuánto hilo será necesario
para hilvanar las grietas,
cuánta tinta para limpiar.