Quise conocer a un pez sierra
que con su sierra afilada
segara la espoleta de la granada de mano
que un día alguien tuvo a bien regalarme.
Y lo conocí. Al pez sierra.
Y a su afilada lengua.
Y a un pez espada
para que la desenvainara
y liberase mi cintura
de la correa de balas plateada
que otro día, otro alguien
quiso también obsequiarme y, de paso,
se batiera en duelo con un pez martillo,
a sabiendas que las reciclaría después
para apuntalar el techo de una caldera
a cien metros de profundidad.
Pero llegó un tiburón que sin despeinarse
ni un poco la aleta no dejó títere con cabeza,
ni espada, ni martillo, ni sierra. Por no mencionar
el set de mis preciados e inútiles útiles.
Ahora dudo si estas líneas son producto
de la descompresión.
Les ruego, disculpen.
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