Mi madre tenía los dedos muy largos, de uñas cuadradas y blancas: manos de pianista, decía.
Se quejaba de tener que enfundarlas en guantes de vinilo para las probetas y cristales donde se hacían los cultivos de heces, tejidos y demás miserias de la naturaleza humana.
Abría las pequeñas neveras y tintaba las soluciones de rojo y de azul moviendo un cristal sobre otro, acto seguido los introducía en un microscopio y se hacía la magia:
¿Mira, ves las mitocondrias en zig zag,
los ribosomas?
Pequeños hombrecitos sobre un cráter lunar daban saltos bajo un prisma.
Miraba su espalda curvada sobre la mesa y esos dedos milagro, sin atreverme a decir que sus manos eran mucho más que un simple adorno.
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