No era audacia, eran ganas,
o el menos común de los sentidos
que me llevaban una y otra vez
a ti, cada vez más desnuda,
con menos lastre que arrojar.

Era tarde, demasiados inviernos
habían deshojado ya al árbol
y el halcón volaba con pocas plumas,
pero sabiendo que sólo aquel,
el más desnudo, le daría cobijo.

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